Buen día, amados hermanas y hermanos en el Señor. Que Dios nos muestre Su Bondad y nos enseñe a ser, por Su Hijo, custodios de todos nuestros hermanos, para que, por la intercesión de san José, sepamos ser verdaderos ejemplos de amor y ternura para los demás desde la castidad y el servicio.

Luego de tantas bendiciones de haber recibido un pastor para la Iglesia que, al parecer, ha de agradar a Dios por la santidad a la que nos llevará, es necesario que sigamos reflexionando con la Constitución Dogmática Sacrosanctum Concilium, que tantas riquezas tiene guardadas para nosotros. Hoy reflexionaremos sobre el carácter didáctico y pastoral de la Sagrada Liturgia.

Como la Liturgia es acción de Dios Trino y Uno (cf. CIC 1077-1112), Su pedagogía empapa todo el espíritu de ésta. Cada vez que la Iglesia lee, ora, canta y actúa en la Liturgia, “la fe de los asistentes se alimenta y sus almas se elevan hacia Dios” (SC 33). No puede, por lo tanto, acomodarse a Liturgia a estilos de oraciones o ritmos musicales que despierten la atención del pueblo pero que lo alejen de la enseñanza que debe recibir. Así como los padres de un niño no corren con cuchillos en las manos para enseñarle que no debe hacerlo, así tampoco la Liturgia debe tomar características ajenas al verdadero espíritu suyo: pedagogía solemne de la celebración eterna.

Por ello, los ritos deben ser sencillos y sin necesidad de explicaciones (cf SC 34). Si empezamos a llenar con floripondios los momentos de la Liturgia —que una luz de fondo, que un sonido extra, que unos bajantes o letreros inmensos, que unas ofrendas kilométricas…—, desaparecerá el fin didáctico de ella. ¿Qué nos enseña la Liturgia? A ser. La Liturgia nos enseña a ser hijos de un solo Padre Dios, imitadores de un solo Señor Jesucristo, habitáculos de un solo Espírito Divino, verdaderos seres humanos humanizados por la humanidad divinizada de nuestro Señor Jesucristo. Si esto no es aprendido, y lo que aprendemos es a hacer mucho escándalo visual, sonoro, táctil, no hemos dejado a Dios ser Padre.

La Sagrada Escritura debe ser centro de la predicación litúrgica. Esto va dirigido a nuestros hermanos obispos, presbíteros y diáconos y todo aquel responsable de una predicación litúrgica. No logramos nada con predicar fuera de las fuentes principales: la Sagrada Escritura y la Liturgia (cf SC 35). ¿Acaso ha sucedido que nuestros encuentros litúrgicos se han convertido en eventos sociales en los que, por casualidad, compartimos el tema de Jesucristo en común? ¿Hemos preferido hablar de realidades sociales, económicas, culturales, morales, sin mencionar lo religioso para que los asistentes sean más y les incomode menos el mensaje? El Evangelio incomoda porque reta. El Evangelio lo leemos de la Sagrada Escritura y lo aprendemos de la Liturgia, para vivirlo desde ambos aspectos.

Hay un aspecto pedagógico que hemos dejado totalmente de lado: el tema de la lengua litúrgica (cf. SC 36). En ningún momento el concilio elimina el latín de la Liturgia, sino que da permiso para que en algunas ocasiones se utilice la lengua vernácula, en nuestro caso el español. No es retrógrada el que quiera aprender a vivir los valores y enseñanzas de los fundadores de sus naciones, ¿por qué sí lo sería el anhelar una Liturgia más conforme a la enseñanza de la Madre Iglesia? ¿Sencillamente porque son ya dos mil años? ¡Cuánta ingratitud!

En la misa del Domingo pasado, el sacerdote de mi parroquia elevó el Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor y dijo: “Ecce agnus Dei qui tollis pecata mundi”, por vez primera. Luego lo dijo en español. Casi nadie supo responder a tan bella aclamación. ¿Qué hemos hecho? Nos hemos rebajado a no saber hablar un lenguaje propio de la Iglesia, un lenguaje que tiene significados profundísimos. No es lo mismo decir “Ave” que “Dios te salve”, porque tiene una riqueza que el español no puede expresar. ¿Acaso querríamos eso con nuestros hijos: que su escuela o colegio les enseñe lo mínimo sin que tengan capacidad de trascender en lo académico, lo emocional, lo espiritual, lo humano? Debemos proponernos rescatar la lengua litúrgica, y enseñarla en nuestras comunidades. Eso no nos aísla del mundo, sino que nos da una visión más universal —más católica, valga la anotación— y nos permite actuar como verdaderos custodios de la fe, de los hermanos, de la creación.