Que Dios Padre Todopoderoso, por la intercesión de san Pablo de la Cruz, san Juan Brébeuf y san Isaac Jogues, nos conceda la alegría de ser ejemplos vivos de Su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, y que, por la acción santificadora de Su Espíritu, podamos marcar realmente la vida de los que nos rodean con ese gozo y esa paz que sólo Él da y nadie puede quitar. Buen día para todos ustedes, hermanos amados.
Es sumamente difícil poder redactar cosas que hagan referencia a la actualidad de la Iglesia y que el tiempo lo permita. Pudiéramos reflexionar sobre el Rosario, por ser octubre, o sobre la Virgen María, de quien nunca se agotan las reflexiones, o quizá sobre el Sínodo de Obispos de Oriente Medio, hermanos que necesitan realmente nuestro apoyo en oración por la violencia constante que sufren por ser cristianos, o, quizá, pudiéramos tomar temas como el Sagrado Corazón de Jesús o el Jesús de la Divina Misericordia, y perdernos en esos abismos de sublimidad. Pero, ¿de qué nos serviría todo esto si no vivimos en espíritu y en verdad lo que nos toca vivir? Reflexionemos hoy sobre lo moral del ser cristiano.
Parece muy difícil empezar a ser cristiano. Muchos de nosotros, los que conocimos de Dios y de Jesucristo y del Espíritu Santo ya a una edad de razón, sentimos que el cambio de vida que nos propone todo esto es inconcebible. Incluso, llegamos a sentir miedo de cambiar, de “dejar de ser como soy”. Uno piensa esto porque cree que el cristiano de verdad, el que vive su vida desde la unidad, la santidad, la universalidad y la apostolicidad del mensaje que Jesucristo nos dejó, es alguien aburrido, que se la pasa metido en los templos o en los grupos de oración, y grita con mucha fuerza cuando ora en comunidad, o levanta sus manos delante de cualquiera, o anda con cara de drogado todo el día. Yo no lo niego, eso pensaba yo también, hasta que me encontré con la realidad del Evangelio.
Jesucristo nos habla de muchas cosas de índole moral, es decir, de cosas buenas y malas en nuestro actuar; pero son éstas cosas que se articulan entre sí por medio de la abnegación o el amor (agapé), no por medio del relativismo, como nos quiere vender el mundo hoy. Si todo fuera relativo, no habría necesidad de normas para la convivencia adecuada. Y así podemos ver que Jesucristo nos habla de igualdad (cf. Lc. 4, 25-27), respeto a las autoridades (cf. Lc. 5, 12-14), ayuda a los necesitados (cf. Lc. 5, 29-32), promoción humana (cf. Lc. 6, 1-11), no-reactividad (cf. Lc. 6, 27-35), autoevaluación y autoconciencia (cf. Lc. 6, 39-45); y así un sinnúmero de valores que hoy día vemos como novedosos en los discursos presidenciales, o en las charlas de autoayuda o los libros de superación personal. Incluso los Derechos Humanos, que tanta alharaca han causado desde su declaración, podemos verlos claramente expuestos desde el Antiguo Testamento, y explicados por Jesucristo en la Nueva Alianza.
Claramente (y esto sin profundizar) podemos contemplar cómo el mensaje de nuestro Señor Jesús no es un mensaje sólo espiritual, no es un mensaje sólo de sentimiento, sino que es un mensaje de acción, de compromiso, de convivencia. Asimismo podemos ver en todo el cuerpo escriturístico, y, por igual, en el magisterial, sin mencionar en la Tradición, que el ser humano es una creación de Dios que, en esencia, busca lo bueno y rechaza lo malo, como acto de libertad plena. No es al revés. No es como se nos quiere enseñar, diciendo que la libertad está en la decisión entre lo bueno y lo malo, porque el decidirse por lo malo implica esclavizarse hacia ello, y ¿cómo puede un esclavo ser libre?
Hago referencia a todo esto porque me sorprende ver cómo los vehículos que circulan en nuestras calles que cometen imprudencias atroces tienen siempre un rosario colgando de su espejo retrovisor, o tienen una cruz o un pescadito en la parte trasera. Y me pregunto: ¿Mis hermanos cristianos estarán entendiendo el mensaje correctamente? Solemos creer que las normas para la convivencia, como existe la obligación  de obedecerlas, se aplican sólo en los casos en los que yo me dejo someter a ellas. Eso no es la libertad que deben vivir los hijos de Dios. Si entendiéramos que la obligación que existe por ellas son de índole moral y humana, es decir, si entendiéramos que ellas nos enseñan a no faltarles el respeto a las demás personas que circulan, entenderíamos que, respetando estas leyes, respetamos al ser humano. Y pongo sólo el ejemplo del tránsito en las calles, pero pensemos en las normas de las instituciones, en las normas de protocolo, en las normas de moral y de cívica. No respetar estas cosas es ser un imprudente y, por definición, un imprudente es el que demuestra falta de buen juicio, de sensatez y de cuidado en sus acciones. Nos diría san Pablo: “Porque el Espíritu que Dios nos ha dado no es un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de buen juicio” (2 Tim. 1, 7).
Diría el Cardenal José Saraiva Martins, cuando era el Prefecto de la Congregación para la Causa de los Santos: “Uno llega a ser un santo siendo un hombre verdadero, porque la santidad no es otra cosa que la plenitud de la humanidad”. Nosotros decimos que Jesucristo es el hombre perfecto por ser la santidad de Dios Padre encarnada y que entra en la historia. Y es que la santidad no es algo impuesto a la humanidad, sino la plenitud de la humanidad misma. Por eso, para llegar a ser santos hay que procurar ser verdaderamente personas. Y ser persona es pensar siempre en el bienestar del otro, incluso si el otro no sabe lo que haces o lo que él debe hacer. Si se nos ha dado un espíritu de fortaleza ante las pruebas que no ponen los que desconocen a Dios, un espíritu de amor para que nos olvidemos de nosotros mismos y pensemos mejor en quienes necesitan conocerlo, y un espíritu de buen juicio para poder hacer ambas cosas sin faltarle a la dignidad de los demás, ¿qué esperamos? Haz de manera extraordinaria esas cosas ordinarias, y mostrarás a Cristo a los demás.