Dios Todopoderoso y Eterno, que has querido reunir a Tus hijos en tu Misericordioso Amor de Padre, concédenos, por intercesión de santo Tomás de Aquino y de san Miguel arcángel, conocer nuestra fe y vernos libres de las asechanzas del maligno.
Desde el principio de la fe cristiana —y también del judaísmo—, la figura del demonio ha sido causa de mucho miedo entre las personas de fe. Hay quienes prefieren no hablar al respecto, y hay otros que disfrazan con mentiras la existencia del mismo. Hoy quiero que reflexionemos juntos sobre esta figura, denominada Satanás, demonio o diablo, y que siempre está pendiente buscando a quien devorar (cf. 1 Pe. 5, 8).
Primero hay que hacer una afirmación categórica ante el modernismo relativista que se ha querido imponer entre nosotros: Satanás sí existe. Satanás, el diablo o el demonio, existe y es parte propia de la fe cristiana creer en él. De hecho, el IV concilio de Letrán, en 1215, afirmó que el diablo y los otros demonios fueron creados por Dios naturalmente buenos, pero por sí mismos se transformaron en malvados (cf. Denz. No. 800).
He escuchado sacerdote decir en el embolismo del Padrenuestro en la celebración eucarística: “líbranos de los malos y de las malas” en lugar de decir “líbranos de todo mal”. Como si no existiera el mal personificado, quieren vendernos la idea de que sólo hay personas malas y, por lo tanto, la Salvación es algo más sencillo de lo que pensamos. Mentirosos todos los que participen conscientemente de esta falacia. Es justamente ésta la voz seductora del demonio.
Si el demonio no existe, ¿para qué hay exorcismos? Si el demonio no existe, ¿por qué Jesucristo pide a Dios que nos libre del mal? Es del Maligno que pide que nos guarde en su oración sacerdotal, ¿o no? (cf. Jn. 17, 15). ¿Acaso no fue nuestro Señor tentado en el desierto? (cf. Mt. 4, 1-11). ¿O son también todas estas cosas maneras de expresar realidades que “no se entendían antes”? El maligno es el que seduce y logra, por el diálogo con la mentira, que Eva desobedezca a Dios y coma del fruto que estaba prohibido (cf. Gn. 3, 1-6).
La tentación no es un pecado; el pecado reside en consentir la tentación. Pero la tentación no se mostrará como algo repugnante —si lo fuese, no sería tentación, ¿o sí?—; se muestra como algo que atrae. Para que sea pecado debe haber libertad en ti, y eso es lo que quiere Satanás: que tú, libremente, decidas desobedecer a Dios en tu vida. Él no puede forzarte a hacer lo que no quieres, pero sí tiene una voz seductora que te hace desear aquello que, en un momento de cordura espiritual, no elegirías.
“De ninguna manera morirán. […] Se les abrirán los ojos. Serán como dioses” dice la serpiente (cf. Gn. 3, 4-5). O te dirá a ti: por supuesto que nadie va a saberlo, hazlo tú; para que se lo robe otro, mejor lo robas tú. Se atreve a venderte mentiras y tú estás dispuesto a comprárselas. ¡Pero es que él es el mentiroso! ¡Es el acusador de nosotros! Te pone el pie para que caigas y luego va a señalarte delante de Dios por lo débil y torpe que eres.
El problema de Eva inició cuando entró en diálogo con el mentiroso. El mentiroso sembró en ella la palabra de la mentira; le dijo cosas que parecían lógicas, pero que eran falaces; le creó la necesidad que ella no tenía. Lo mismo sucede con nosotros: cuando dialogamos con lo indebido, cuando buscamos una voz que nos seduzca y nos haga hacer aquello que no debemos, estamos entrando en el territorio de Satanás.
Él quiere que caigas, pero no se lo permitas. La mentira sólo engendra cosas malas, y dos de sus frutos más abundantes son el relativismo y a indiferencia. Que no te agarren desconociendo la Verdad. Es conociendo de ella que serás libre (cf. Jn. 8, 32). No te dejes engañar por los mentirosos, por esos son, sabiéndolo o no, hijos de Satanás, hijos de las tinieblas. Que el discernimiento y la prudencia sean tus armas. La Verdad se conoce en la elocuencia eterna del aparente silencio de Dios.